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José Ibarrola vivía entonces en una calle donde todos los balcones eran idénticos: un cuadrado perfecto con una puerta y una barandilla. Sorprendido por el concurrido ambiente del bloque de enfrente, el artista tuvo una idea. Le propuso a su hijo Martín hacer una serie de balcones: él haría las ilustraciones y Martín escribiría los textos. Al estar en casas separadas, José solía mandar un dibujo por email y Martín añadía el microrrelato. Otras veces, sucedía lo contrario, al hijo se le ocurría una idea y el padre buscaba la manera de ilustrarla. Las cincuenta composiciones imitan los balcones que el artista veía desde su ventana y muestran a tiempo real la evolución de la cuarentena, desde la adrenalina de la primera semana hasta la desesperación de la última.